Entrevista a Javier López Alós, doctor en filosofía, escritor y Premio Catarata de Ensayo, en donde charlamos en profundidad sobre la intelectualidad y el rol y la posición que el intelectual ocupa en nuestros días.
ÓSCAR FAJARDO
‘La filosofía, la poesía, las matemáticas, el arte o la curiosidad científica no pueden ser privilegio de quien pueda permitírselo, sino que en una sociedad justa deben ser experiencias a las que cualquiera que lo desee pueda tener acceso en su vida cotidiana’. Esta frase define a la perfección la manera de entender la intelectualidad que tiene nuestro entrevistado, Javier López Alós. La intelectualidad y su desarrollo no como un privilegio sino como un derecho de todos. Pocos mensajes resultan tan sencillos, revolucionarios y originales como este. En esta entrevista, Javier expone con claridad y clarividencia un conjunto de ideas que ayudarán a entender el papel que juega y debería jugar la intelectualidad y el intelectual en nuestros días.
Javier, ¿qué significa para ti ‘ser intelectual’ y qué labor consideras que debe desempeñar la intelectualidad en nuestra sociedad?
Desde el punto de vista sociológico, hace más de un siglo que asimilamos el término ‘intelectual’ al de una figura pública que ejerce, sobre todo a través de la palabra escrita, alguna influencia en los debates sociales de su tiempo. De este modo, el intelectual clásico quedaría encarnado en un varón cuya voz goza de cierto influjo social y sirve (o aspira a servir) de guía, o sea, que dispone de audiencia y reconocimiento por dar publicidad a sus ideas. Este tipo de intelectual está íntimamente vinculado al auge y declive de la prensa periódica. Hoy, para mí, es muy necesario responder a esa pregunta desde otro lugar, no con esa dependencia de la dimensión pública tan característica del intelectual clásico, sino interesándonos por lo nuclear de la actividad intelectual, esto es, un uso específico de la inteligencia que no responde a la mera aplicación de unas capacidades para la obtención de un rendimiento productivo. Entonces, intelectual sería aquella persona cuya forma de vida está atravesada por el ejercicio de su inteligencia y conocimientos en actividades que no definen su utilidad por el rendimiento económico y que configuran también una forma de estar y relacionarse con el mundo: tratar de comprender y, acaso, atreverse a sugerir explicaciones. No depende sólo de la voluntad, sino de una autopercepción que se acompaña con una serie de compromisos o disposiciones formales al respecto de aquello que se hace, como la curiosidad. Pero también de las necesidades de comprensión, de poner en común con otros lo que se entiende y lo que no, de hacer de un uso íntimo de la inteligencia un hecho potencialmente compartible.
En consecuencia, la labor de la intelectualidad, entendida ésta como un conjunto bastante heterogéneo de personas que tienen una vida intelectual con algún nivel de reconocimiento público, a mi modo de ver pasa por hacer lo posible para mostrar que esas actividades debieran ser el derecho de cualquiera y para que, en efecto, lo sean. La filosofía, la poesía, las matemáticas, el arte o la curiosidad científica, por ejemplo, no pueden ser privilegio de quien pueda permitírselo, sino que en una sociedad justa habrían de pertenecer a la clase de experiencias a las que cualquiera que lo desease pudiese tener en su vida cotidiana.
Un hecho curioso de la intelectualidad es que nadie suele definirse a sí mismo como intelectual. Normalmente esta es una calificación que es otorgada por terceros, no por uno mismo. ¿Hasta qué punto esa ‘no identificación’ de uno mismo como intelectual y su dependencia de su clasificación por un tercero lastra su presencia social y su capacidad de influencia?
Si entendemos el significado de ‘intelectual’ sólo en esa clave histórica y sociológica de la figura pública con influencia, eso que llamo ‘clásico’, entonces, claro, cada vez es más difícil que nadie pueda verse como intelectual. Porque, en el fondo, lo serás si tienes una relevancia sostenida en el tiempo que no depende de cómo tú te quieras describir. Yo parto de que ese modelo de intelectual está en vías de extinción, pertenece a los restos de un mundo previo, entre otras cosas, a internet. Hoy, nadie menor de cincuenta años puede siquiera soñar ni con la preeminencia intelectual alcanzada ni con la magnitud de la obra de ejemplos de apenas una o dos generaciones atrás. Las condiciones de trabajo, lo efímero de la presencia, la multiplicación de voces, la tierra quemada en algunas de esas tribunas… todo eso vuelve imposible esa figura. Incluso los modos de reconocimiento se dan mediante la intervención de dispositivos diferentes, como la proyección pública constante en redes sociales, donde encontramos auténticos influencers culturales. Con todo, a mí lo que verdaderamente me preocupa no es tanto quién, cómo o desde dónde tiene lugar la prescripción cultural (que suele presuponer una superioridad jerárquica sobre el resto, gentes pasivas a la espera de orientación); a mí, más que la presencia o la influencia, lo que me interesa es la existencia, las condiciones de posibilidad para que pueda darse una vida intelectual. Y esto afecta no sólo a quienes producen discurso, sino al público en general, a cualquiera. Hablar de condiciones de posibilidad para la vida intelectual es, en fin, hablar de qué se requiere para poder pensar, para hacerse cargo de la capacidad de influencia en otros y la de cualquier otro en ti. Desde luego, uno de los elementos imprescindibles es el tiempo. El planteamiento de El intelectual plebeyo implica que defender la posibilidad de una vida intelectual se relaciona con la vida y la libertad de cualquiera, en lugar de concebirlo como algo privativo de quien puede permitírselo o recibe una remuneración suficiente por ello. Por otro lado, además de no ser justo, carece de sentido lamentarse de que el mundo no te hace caso sin cuestionarse en qué condiciones puede recibir ese mundo tu discurso…
La filosofía, la poesía, las matemáticas, el arte o la curiosidad científica, por ejemplo, no pueden ser privilegio de quien pueda permitírselo, sino que en una sociedad justa habrían de pertenecer a la clase de experiencias a las que cualquiera que lo desease pudiese tener en su vida cotidiana.
Los últimos tiempos han producido una erosión de la ‘zona media’ que une los extremos. Lo vemos en todos los órdenes de la vida, desde lo que consumimos hasta las clases sociales donde la clase media se diluye y distribuye entre la clase alta y, sobre todo, la baja. ¿Crees que ese fenómeno ha sucedido también en el mundo del pensamiento y la intelectualidad? ¿Hay una intelectualidad refugiada en el academicismo que se hace inaccesible para la gran parte del público y un saber mainstream superfluo? Si esto es así, ¿consideras que necesitamos recuperar esa ‘zona media’ como lugar natural de difusión de la intelectualidad?
Es cierto que en este sistema la brecha de la desigualdad se agranda en todos los órdenes. También en el cultural y el universitario: en todo el mundo vemos cómo la precarización fomenta la creación de un ejército de reserva permanente, bolsas de perdedores y aspirantes a todo que tienen condiciones laborales infinitamente peores que las de colegas que no siempre realizan ni más ni mejor las tareas. La percepción de la desigualdad y de injusticia sistémica, así como la mentira de la meritocracia, tiene múltiples efectos. Nombro sólo dos: primero, es una fábrica de resentimiento; segundo, fomenta las actitudes defensivas y las adaptaciones por imitación. El cuadro resultante es que muchos de los de arriba se sienten cuestionados y amenazados, pero, en lugar de sumarse a las justas demandas de mejora de las condiciones de la mayoría, se enrocan en la defensa de lo suyo, con lo que vuelven un privilegio lo que debiera ser lo más normal del mundo. Y muchos de los de abajo tienden a orientar sus esfuerzos no en revertir un sistema que condena y expulsa a los de abajo, sino en salvarse mediante el acceso a esos privilegios. En buena medida, el academicismo no es otra cosa que una consecuencia de esto, una reacción defensiva, la necesidad de asegurar un camuflaje, de hacer lo mismo que los demás y de una manera parecida. Dicho esto, creo que nos equivocamos si nos abandonamos a una crítica gruesa del academicismo o de las personas que lo practican. Más aún, cuando se deslizan juicios morales. En cambio, hay que pensarlo como síntoma: ¿qué nos indica?, ¿a qué responde?, ¿cómo y por qué? Si nos hacemos este tipo de preguntas, empezamos a ver que el academicismo ni siquiera es una opción para mucha gente y que tiene que ver con la sensación de inseguridad en la que se desarrolla la profesión universitaria, que es laboral, pero también emocional. Sin duda, el paradigma de la competencia constante desempeña un papel decisivo aquí, pues vuelve a los individuos más vulnerables y estimula la hiperproducción. Como sabemos, la forma más intuitiva de aumentar la cantidad es la repetición. De manera que, si queremos formas de pensamiento y de expresión que sean más libres y audaces, una mayor riqueza de tonalidades y variedad, o sea, toda una serie de valores cualitativos, no es del todo justo que la reclamación recaiga sobre sujetos que al mismo tiempo deben responder a demandas productivas que minimicen los riesgos si quieren seguir vivos en la profesión. Hay que abrir el foco.

El intelectual requiere de tribunas y de audiencia para que su labor sea algo más que un ejercicio íntimo de reflexión. Las tecnologías han creado miles de tribunas, espacios o ‘cajas vacías’ (así las llamaba Sánchez Ferlosio) que han de ser rellenadas con contenido… Javier, ¿ha perjudicado este fenómeno a la visibilidad del verdadero intelectual? ¿Sucede la paradoja de que, cuantas más tribunas virtuales de expresión se crean, menos posibilidad de hacerse oír poseen los intelectuales?
Qué duda cabe, internet y las redes sociales han introducido cambios enormes. De entrada, genera la posibilidad de expresarse. Aunque la intervención sea ficticia porque no llegue a leerla nadie, la aspiración a que lo que se dice llegue a un montón de gente estimula la producción de mensajes. Estas dinámicas rompen con una situación en la que la posibilidad de difusión masiva del discurso pertenecía a muy pocas personas. Algunos de estos intelectuales se sienten desplazados, silenciados por el guirigay de las redes y frustrados porque ya no se les escucha como antes. A mí esto me produce preguntas que temo no se hacen quienes dan la atención de los demás por supuesta y el uso de la tribuna como un derecho de propiedad. A ver, ¿se han planteado alguna vez si su autoridad ha silenciado otras voces?, ¿cuáles son los espacios legítimos para el debate público?, ¿cuáles son los más adecuados?, ¿en qué condiciones se accede a ellos?, ¿qué relación tienen los modos más violentos e irreflexivos de participación en las redes sociales con el diseño empresarial de los mismos?, ¿tienen algo que decir sobre el modelo de negocio del capitalismo de la atención o hemos de conformarnos con que lamenten sus consecuencias?, ¿hemos de entender que sus peores consecuencias son que hacen ruido y, cuando no les ignoran, hasta les critican?
Dicho esto, las demandas de visibilidad, la conversión de la experiencia intelectual en producto a capitalizar y de uno en marca personal, todo eso, tan vinculado a las redes y a la virtualidad, es devastador a medio plazo tanto para los sujetos como para la sociedad. Los primeros porque viven esclavos de la atención inmediata, que es adictiva además. Es obvio que la libertad intelectual queda afectada allí donde reina la ansiedad y la dependencia. Mi análisis de la precariedad también apunta ahí. Esto afecta a lo que hacemos, a lo que exponemos, al modo en que escribimos y leemos, en que hablamos y escuchamos, a lo que hacemos y a lo que recibimos, a qué nos entregamos.
Defender la posibilidad de una vida intelectual se relaciona con la vida y la libertad de cualquiera, en lugar de concebirlo como algo privativo de quien puede permitírselo o recibe una remuneración suficiente por ello.
Decía Hannah Arendt que la esencia de ser un intelectual consiste en hacerse ideas con respecto a todo. Hoy, sin embargo, el mundo prima un saber especializado y vertical. ¿Estimas que este auge de lo especializado puede restar autoritas social al intelectual que se hace ideas respecto a todo, que prima un saber más expandido y menos especializado?
Es un tema en el que me detengo bastante en El intelectual plebeyo. Más que la especialización, que es inevitable a partir de cierto grado de complejidad social (no se puede saber de todo y en determinadas cuestiones tenemos muy claro que preferimos que quien esté al cargo sea especialista), el cambio viene de la mano de la ideología del ‘expertismo’. No en vano, una curiosidad o disposición intelectual hacia la comprensión de muchas cosas (de “todo”, si quieres), no está reñida con la especialización en un ámbito determinado. Lo que nos trae el ‘expertismo’ es que un dominio muy específico sobre una materia determinada se vuelve argumento de autoridad en competencia con otros campos. El ‘expertismo’ deviene en técnica de legitimación de las relaciones de poder y sus decisiones: ‘los expertos dicen’ encubre la realidad del disenso bajo un manto que bien podríamos llamar esotérico. La idea es que ellos dicen y los demás, que no estamos en condiciones de entender (ni mucho menos de cuestionar o participar), hemos de aceptarlo. No importa, por lo demás, si hay otros expertos que dicen otras cosas, pues la fuerza de la afirmación radica justamente en la generalización, una suerte de sentido común de los que de verdad saben. Pero ojo con un par de cosas que suelen pasar desapercibidas al respecto: 1) la competencia entre los campos que definen el sentido común de los que saben, cuya calidad de experto te da acceso a ese privilegio; 2) que el ‘expertismo’ es intrínsecamente conservador, dado que debe mostrar constantemente no ya la pertinencia de lo que dice, sino la posición desde la que habla. Ante todo, debe asegurar su propio campo, fuera del cual, nada podría explicarse.
Tal y como yo lo veo, hoy estas dinámicas van más allá de actitudes personales o de las inquietudes intelectuales de cada cual. Son funcionales al modo de producción y organización social que padecemos. Dicho de otro modo, la confusión y la falta de sentido, las dificultades para forjar miradas amplias o con alguna visión de conjunto, son parte del precio que este sistema nos obliga a pagar. Cuando hablamos de la devastación del capitalismo, solemos referirnos al coste humano, al ecológico, al afectivo… Pero es urgente hablar también de los costes cognitivos, pues, si no entendemos bien lo que está pasando, difícilmente podremos solucionarlo. Aún más, en este contexto de exposición a tanto estímulo y manipulación emocional, cuando a menudo se nos cuenta casi lo contrario a lo que está pasando o ya ni sabemos si está pasando o no.
La percepción de la desigualdad y de injusticia sistémica, así como la mentira de la meritocracia, tiene múltiples efectos. Nombro sólo dos: primero, es una fábrica de resentimiento; segundo, fomenta las actitudes defensivas y las adaptaciones por imitación.
Al hilo de esta cuestión, ¿consideras que el propio intelectual se ha enredado en cuestiones demasiado específicas y ha dejado de lado su función de ofrecer un marco más amplio de pensamiento e interpretación, de provocar una visión más holística de la realidad que sirva para comprenderla mejor?
Al intelectual le sucede como a cualquier hijo de vecino sometido a dinámicas de lucha y competencia constante. Se ve impelido, lo primero, a asegurar su propia posición. Quien siente inseguridad, es lógico, tiende a volverse más reticente al riesgo. Ya vive en él. Entonces no es nada raro el repliegue, el centrarse en cosas que se puedan manejar más fácilmente. Como además hoy parece una quimera poder pensar a largo plazo, los proyectos no pueden sino achicarse. Una vez más, lo veíamos al principio de la entrevista y aparece todo el tiempo, las condiciones materiales en las que se da la vida intelectual influyen en lo que se hace con ésta, en lo que ésta da de sí. No tenerlo en cuenta equivale a la imagen de un abuelo que quisiera jugar en el equipo de baloncesto de su nieto con el argumento de que, pese a la edad, sigue siendo muy alto y tiene los conceptos tácticos muy claros. Resultaría extraño, como contradictorio es pedirle a alguien proyectos de largo aliento que aseguren resultados tangibles inmediatos. La profundidad no se da ni por accidente ni por la simple voluntad del sujeto o su supuesto talento; la profundidad hay que hacerla posible, necesita herramientas, confianza y tiempo.
Sartre entendía la intelectualidad como el acto de darse cuenta de las contradicciones y, una vez que se es consciente, expresarlas al mundo para extender esa consciencia. Sin embargo, nuestro mundo tolera cada vez menos las contradicciones y prefiere las adhesiones. En este escenario, ¿cómo puede el intelectual elevar ese nivel de consciencia acerca de nuestras contradicciones?
Desde mi punto de vista, la primera parte de la respuesta pasaría por insistir en la defensa de las condiciones materiales que hagan la experiencia intelectual algo que pueda ser parte nuclear de la forma de vivir de cualquiera. Esto no significa que todo lo que se diga valga lo mismo, ni mucho menos, sino reconocer el principio de que todas las voces tienen una misma dignidad y merecen explorar las posibilidades de su propio sonido, si así lo desean. Luego hay otro aspecto sobre el que pienso bastante en mi trabajo, que son las condiciones formales de la intervención pública, es decir, cómo la manera en que nos expresamos o tomamos la palabra influye en el resto. No ya en sus ideas o en sus emociones, sino incluso yendo a un estadio más elemental, a su capacidad de participación. ‘Tomar la palabra’ u ‘ocupar una tribuna’, son fórmulas tan repetidas que nos pasa desapercibida la connotación de exclusividad que destilan. Por eso, para mí la primera contribución a una toma de conciencia es la autorreflexión sobre qué supone que te ‘presten atención’, qué se puede y qué no hacer con ella, a quién se habla, para qué y, fundamental, aceptar la contingencia de esa palabra o esa tribuna, que no te pertenece y que debes usarla de manera que quede lista para cualquiera. Esto es lo que se opone al patriciado intelectual, a esa expectativa y convicción de tener que ser escuchado como una suerte de derecho. No, lo que me parece que es digno reclamar es el derecho de cualquiera a pensar y a hablar, pero no la obligación de nadie a escuchar. Yendo al fondo de tu pregunta, diría que el nivel de autoconciencia y un trabajo más profundo sobre nuestras contradicciones se vería muy beneficiado si la posibilidad de la experiencia intelectual se tornase más libre e igualitaria, en fin, más plebeya. Sería, además, más alegre, pues el elitismo sólo produce melancolía y decepción: porque pertenecer al patriciado intelectual cada vez es más difícil e inseguro y su precio, como toda veleidad megalómana, es verse arrojado a la soledad de quien siente que el resto del mundo no lo comprende, no está a la altura, no lo merece.
El ‘expertismo’ deviene en técnica de legitimación de las relaciones de poder y sus decisiones: ‘los expertos dicen’ encubre la realidad del disenso bajo un manto que bien podríamos llamar esotérico.
Javier, ¿piensas que la menor presencia de la intelectualidad en nuestra sociedad afecta a nuestra capacidad para visualizar nuevas utopías y futuros en los que quepa la esperanza y no nos entreguemos a una desolación distópica?
No creo que haya una relación directa. De hecho, también podemos pensar en intelectuales que nos arrojen a esa desolación distópica. Hay, ha habido y habrá intelectuales reaccionarios. De todos modos, sí es cierto que vivimos en una época en la que cuesta trabajo vislumbrar horizontes de emancipación y, en cambio, los escenarios distópicos se han vuelto incluso ficciones que consumimos masivamente. Se ha convertido en una cita obligada la frase de Fredric Jameson “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”, pero, poniéndolo en relación con tu pregunta sobre la intelectualidad, la cuestión fundamental es generar las condiciones para que esa imaginación no sólo pueda brotar, sino que pueda ser recogida, cuidada y ampliada por los demás.

Hablemos por un momento del lenguaje y la intelectualidad. La labor intelectual requiere de influencia y la influencia de lenguaje. Nuestro lenguaje es hoy fundamentalmente audiovisual, y los sentidos de la vista y el oído invitan a una mayor estimulación pasajera y no reflexiva. Este auge audiovisual y de lo fugaz y poco reflexivo, ¿en qué medida y cómo crees que está afectando a la creación y difusión de lo intelectual?
Es una cuestión muy interesante, pues también muestra la necesidad de hacernos más conscientes de la complejidad de los lenguajes audiovisuales. Sin ir más lejos, todo el mundo puede recordar momentos de su infancia en los que estaba aprendiendo a leer. Entre otras cosas, porque, con diversas metodologías y aprovechamientos, nos pasamos años aprendiendo a leer. En un sentido amplio, hasta secundaria buena parte la educación se dedica a saber qué dicen los textos y luego qué significan. Sin embargo, no hay nada ni remotamente similar con respecto al lenguaje audiovisual, que aprendemos espontáneamente, por exposición. En cierto modo, como el lenguaje oral, con una diferencia muy importante: no hay repetición ni modelo ni corrección. A los dos, tres o cuatro años dices ‘se ha rompido el juguete’, pero no a los diez, porque te han enseñado que se dice ‘roto’. Nos enseñamos a hablar, a leer, a escribir… pero no a mirar ni a escuchar. Como si no hubiera ahí lenguaje y fuera una manifestación espontánea de la naturaleza y no una elaboración cultural con su propia gramática y condicionantes. Así, se asume que la educación al respecto afecta únicamente a sus contenidos, si son o no adecuados a la edad correspondiente, pero queda fuera incidir en la formación de una mirada o la forja de un criterio que permita comprender cómo está hecho ese contenido y por qué se hace de esa forma y no de otra, o qué significan todo el conjunto de signos no verbales de un discurso audiovisual.
Estamos bastante familiarizados con la expresión ‘comprensión lectora’, pero se hace cada vez más necesario hablar también de ‘comprensión audiovisual’. Cuando no disponemos de esas herramientas de juicio, que habrían de empezar a adquirirse en la infancia y sólo pueden perfeccionarse con años de práctica, lo audiovisual se convierte en una fuente de estímulos que percibimos sin filtro crítico alguno. Y ahí, en efecto, tenemos un problema muy serio en un mundo como el nuestro. Por eso creo que es imprescindible desnaturalizar nuestra relación con lo audiovisual y problematizarla. Pero para que se dé la reflexión, necesitamos igualmente espacios y tiempos a salvo del bombardeo de estímulos. Y no me refiero sólo a la reflexión intelectual más profunda, sino también a las posibilidades de formación de un juicio crítico en el futuro: no sabemos con exactitud la respuesta, pero sí intuimos que el régimen de sobreestimulación en el que se están criando los seres reflexivos de mañana no augura precisamente ponderación y sosiego… Interrumpir estas tendencias sería más que conveniente.
Cuando hablamos de la devastación del capitalismo, solemos referirnos al coste humano, al ecológico, al afectivo… Pero es urgente hablar también de los costes cognitivos, pues, si no entendemos bien lo que está pasando, difícilmente podremos solucionarlo.
Nuestros tiempos viven una exaltación del ser sentimental (o emocional) en detrimento del ser reflexivo y racional que queda un tanto aparcado. El intelecto, sin embargo, es entendimiento y requiere del ejercicio de la razón. ¿Qué caminos tiene el intelectual de nuestros días para excitar ese intelecto en el individuo, y equilibrar el ser racional y el ser sentimental?
En efecto, como dices, vivimos en una época en la que las emociones se han prestigiado. Al punto que afirmar que actúas de un modo determinado u otro porque ‘es lo que sientes’ opera como una especie de última ratio de legitimidad: está bien, es sensato o justo porque se corresponde con lo que siento y fin. Creo que esto contrasta con el –digamos– eje cartesiano que atraviesa toda la modernidad, la fe en la razón. Sabemos, desde el punto de vista histórico y filosófico, pero también desde ámbitos como la psicología cognitiva, que la confianza ciega en la razón es una ingenuidad. Pero cuando se oyen esas apelaciones al emotivismo como fundamento de verdad, es como si se predicase su inversión: ‘¿cómo puedo estar seguro de que sé algo? Porque lo siento de manera clara y distinta.’ El problema es que las emociones tampoco son autosuficientes en ningún sentido. Tampoco hay una separación en compartimentos estancos entre lo que sentimos y lo que pensamos: los conceptos también producen afectos, afectos que producen acciones y que nos obligan a pensar, etc. Es un tema que me interesa mucho y sobre el que dentro de unos meses saldrá un libro escrito a cuatro manos con Vicent Botella, que viene de la física y la neurociencia, Per què pensem el que pensem? Tratamos de responder a esa pregunta, por qué pensamos lo que pensamos, a partir de cuestionar esa separación, pues ya, a niveles muy básicos, los modos en que percibimos y procesamos los estímulos están sometidos a condicionantes de toda índole: biológicos y culturales, claro, ¡pero también emocionales! En los errores de juicio, del mismo modo que encontramos sesgos cognitivos, se dan los sesgos emotivos. Por eso, en ocasiones da exactamente igual que te expliquen o demuestren algo: sencillamente no lo puedes aceptar. Por ejemplo, allí donde interviene el fanatismo o en las discusiones más acaloradas: ‘me da igual lo que me digas, no voy a cambiar de opinión’. Es así, debido a la implicación emocional, el esfuerzo sería enorme: no es una cuestión de razón pura.
No sé dónde está el punto de equilibrio, por utilizar la expresión que planteas, entre lo racional y lo sentimental. Tengo la impresión de que ese punto varía constantemente y es una relación viva y llena de complejidades que nos superan. La actitud intelectual que yo defendería frente a esto es que, aceptando esa dificultad insuperable y que la incertidumbre nos produce zozobra, debemos seguir preguntándonos hasta qué punto nuestras ideas pueden ser realmente nuestras, de dónde vienen, cómo se forman y qué relaciones tienen con los afectos. Los que sentimos y los que provocamos.
Pertenecer al patriciado intelectual cada vez es más difícil e inseguro y su precio, como toda veleidad megalómana, es verse arrojado a la soledad de quien siente que el resto del mundo no lo comprende, no está a la altura, no lo merece.
Otro de los fenómenos de nuestra época es la tendencia a lo fácil, a descafeinar las ideas y reducirlas a eslóganes inspiradores que quepan en una camiseta, en un tweet o en una taza. ¿Nos está llevando este fenómeno a banalizar e infantilizar el pensamiento profundo, y con ello, estamos perdiendo capacidad de entendimiento?
No lo sé y tampoco sé si en realidad podríamos llegar a saberlo. Quiero decir, afirmar que estamos perdiendo capacidad de entendimiento supone que antes teníamos más. ¿Pero cuándo es ese antes? ¿Quiénes y con quiénes habríamos tenido esa capacidad? A la vez, se trata de una pregunta que apunta o es sintomática de algo muy importante: la sensación de pérdida y sustracción nos hace sufrir. Ojo, incluso más que una pérdida objetiva sobre cuya magnitud real sólo podemos especular. Esto revela además que damos por sentado que lo natural sería entender y entenderse. Yo opino más bien lo contrario, que lo natural es precisamente no llegar entenderse nada o apenas un poco, nunca lo suficiente. La experiencia cotidiana nos lo enseña desde la infancia, que la comprensión es frágil, insegura, provisional… Entre otras razones porque somos seres lingüísticos y el lenguaje (y nuestro uso de él) tiene sus límites también. La capacidad de entendimiento existe, pero creo que hay que hacerse cargo de estas limitaciones. El trabajo intelectual y cultural, que en buena medida consiste en intentar superarlos, no puede olvidarlos. De esa tensión, empujar una barrera a sabiendas de no ser capaces de eliminarla, se nutren el pensamiento y el deseo de entender y entenderse.
La simplificación banal a la que haces referencia representa un tipo diferente ante esa imposibilidad constitutiva de hacerse cargo de las complejidades de la realidad. Tiene que ver con la satisfacción de ese deseo de comprensión que todos los seres humanos tenemos, pero a través de sucedáneos: se generan productos de consumo cuya finalidad es sortear la incomodidad de sentir que no sabemos o no comprendemos. De esta forma, no aceptar que lo normal y lo natural es la ignorancia conduce no sólo a prolongarla, sino a fenómenos como el autoengaño, la falsificación y la presunción.
Estamos bastante familiarizados con la expresión ‘comprensión lectora’, pero se hace cada vez más necesario hablar también de ‘comprensión audiovisual’
Javier, para terminar, siempre realizamos una pregunta relacionada con la belleza. ¿Qué relación crees que debe tener la labor intelectual con la belleza?
Recordando el desarrollo que hacía Hans Jonas del imperativo categórico kantiano, en El intelectual plebeyo hablo del imperativo ecológico de la escritura, pero en realidad podríamos extenderlo a cualquier forma de comunicación de la labor intelectual. Básicamente, la idea podría resumirse en la frase ‘escribe/habla/intervén de manera que los efectos de tu acción sean compatibles con los de cualquier otro’. Entonces, para la belleza, un planteamiento similar, tanto en lo que se refiere a producir belleza como a gozar de ella: “’relaciónate con la belleza de manera que los efectos de tus acciones al respecto sean compatibles con las de cualquier otro’. Esto es, se trataría de una labor intelectual que parte del principio de que la belleza (como idea, como hecho presente y como posibilidad o aspiración) es un bien que cualquiera debe estar en condiciones de gozar. ¿Es mi experiencia de la belleza compatible con la de cualquier otro? De lo contrario, es privatizada y constituye un privilegio a costa de los demás. Y, de nuevo, el trabajo intelectual no puede omitir la reflexión en torno a esas condiciones ni a los efectos posibles de lo que uno hace con lo que sabe y piensa. Por lo menos, así lo entiendo yo y mucho de a lo que me he dedicado estos últimos años gira en torno a esas preguntas.
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Twitter: @JavierLopezAlos
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